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Historia universal (y local) de la infamia

  • Recuerdo. El 30 de enero se ha convertido en una especie de 28-F de la dignidad de las víctimas del terrorismo, un oasis de consenso y concordia en Don Remondo en un país olvidadizo y polarizado

Un momento del acto en recuerdo de Alberto y Ascen el pasado lunes en la calle Don Remondo.

Un momento del acto en recuerdo de Alberto y Ascen el pasado lunes en la calle Don Remondo. / antonio pizarro

El atentado se produjo a escasos metros del hotel donde en septiembre de 1984 el fotógrafo Juantxu Rodríguez inmortalizó a Jorge Luis Borges y Gonzalo Torrente Ballester en su duelo de bastones. En esa esquina de la calle Don Remondo con Cardenal Sanz y Forés se produjo un nuevo episodio de la Historia universal de la infamia. Los gozos de un matrimonio joven eran eclipsados por las sombras de unos asesinos cobardes que como las familias de sus víctimas también conmemorarán en sus conciencias estas bodas de plata de su vil fechoría.

Poco antes de las seis de la tarde de este último 30 de enero, la gente salía pausadamente por la puerta de Palos de la Catedral. En la calle Don Remondo no había casi nadie todavía. Solo, apoyado en la pared, bajo la placa que recuerda el atentado, aguardaba Alberto, el hijo del matrimonio asesinado. Imagino que en esa misma posición muchas veces su padre esperaría a su madre o viceversa en esa esquina de la calle donde el tiempo se detuvo. Solo, con su fortaleza interior, con la calma del legado bien administrado, se le acerca Fernando Iwasaki, lo abraza y le da dos besos.

La mayor de sus hijas los ha hecho abuelos, la pequeña trabaja en Madrid de ingeniero

El 31 de enero de 1998, Iwasaki escribía en El País, con la ciudad y el país entero todavía con el corazón encogido, estas palabras: "Más de una vez, mientras nuestros hijos jugaban, les conté cómo era mi vida en Lima durante los peores años del terrorismo senderista, sin suponer que algún día el terrorismo de ETA acabaría con las suyas en el portal donde retozaban los niños". Alberto tenía siete años; Ascensión, ocho, la mayor, que los ha hecho en el cielo cuatro veces abuelos con un quinto que viene de camino; Clara sólo tenía cuatro años. Ahora tiene 29 y trabaja en Madrid en una ingeniería. Su edad es la medida del paso del tiempo. Iwasaki se emociona cuando Teresa, la hermana de Alberto, despliega las banderas de España que cubrieron sus féretros. Este limeño de cuna es de la estirpe de Olavide. Un repoblador a su manera de un fértil mestizaje. Iwasaki comparte con su compatriota Vargas Llosa una españolidad que a muchos de los nuestros les produce sarpullidos. En el caso del novelista, que dedicó su discurso de ingreso en la Academia a Azorín, la sintonía es tal que el año que le dieron el Nobel de Literatura España ganó el Mundial de Sudáfrica con el gol de Iniesta a Holanda. El año que matan a Alberto y Ascensión, el Nobel lo ganó Saramago. Era el centenario del nacimiento de Lorca, al que asesinaron con unos meses más que Alberto, unos meses menos que Ascensión.

El 30 de enero se ha convertido en una especie de 28-F de la dignidad de las víctimas del terrorismo. Y eso que el año del referéndum, 1980, ETA batió todas sus marcas de alevosía cometiendo 98 asesinatos. La sombra de aquellos gozos: la movida musical y cinematográfica, la quinta del Buitre, el dream team, la entrada de España en Europa. Veo en la 2 la entrevista con el poeta Rafael Soler, que le dice a Gárate, el presentador de la Hora Cultural, que los cafés son el alma de las ciudades. Los cafés y por extensión los bares.

En la casuística de los etarras, muchos de sus crímenes los cometieron sobre gente que entraba, salía o estaba en los bares. Objetivos fáciles y miserables, recintos consuetudinarios de la amistad, del encuentro. La última copa la tomaron Alberto y Ascensión en el bar Antigüedades, que todavía sigue con ese nombre en la calle Argote de Molina, junto a la Cuesta del Bacalao. Iban con varios amigos. Entre ellos, Lola, prima de Alberto. Todos los años se le pone un nudo en la garganta en cada conmemoración. El resto de la pandilla siguió a una pequeña discoteca, Palco, pero Alberto les dijo que al día siguiente tenía que viajar a Jerez. Los pistoleros no quisieron que madrugara. Justo cincuenta años antes, asesinaban a Mahatma Gandhi. Por eso el cadáver de Ascensión tenía a su lado tres claveles para que al día siguiente sus hijos celebraran en el colegio el día Mundial de la Paz.

Este 28-F de la dignidad es un oasis en esta España polarizada y bifronte. En don Remondo, junto a muchos compañeros de partido, estaba el que fuera concejal socialista Bernardo Bueno, alma de Cita en Sevilla; estaba Luis Pizarro, el Cohn-Bendit de la Hispalense, que fue portavoz y candidato de Izquierda Unida, nacido el mismo 1960 que Alberto, la quinta de Antonio Banderas, dolor y gloria, y la de José Luis Villar, que entonces era portavoz andalucista. Y el joven Carlos Aristu, dirigente local de Comisiones Obreras, hijo de Javier Aristu, que fue muchos años munícipe en la Casa Grande antes de marcharse a Bruselas de profesor. La Sevilla de Alberto, la España de Alberto, la del consenso por encima de la confrontación, la de la amistad más allá del amiguismo. Un viaje en el tiempo de arzobispos, desde Amigo hasta Sáiz Meneses pasando por Asenjo, inquilinos de ese Palacio Arzobispal donde retumbaron los ecos de la vesania del gatillo; de alcaldes, desde Soledad Becerril, que estaba en la agenda de los matarifes, hasta Antonio Muñoz pasando por Monteseirín, Zoido y Espadas. Soledad, que lo ha sido todo en política, ahora da clases de español a ucranianos.

Clara tenía cuatro años y tiene 29. Presume de padres, aunque se los robaron de parte de su infancia y de su adolescencia. Los ladrones entraron con saña en su noche del cazador. Faltaban cuatro años para el euro, pero esos asesinos no valen un duro. Hay que seguir viniendo cada 30 de enero. La auténtica memoria democrática.

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